Tenía
heridas cortantes en la cabeza y el cuero lleno de magulladuras. Un
trozo de muro, caido traicioneramente sobre sus piernas, le mantenía
prisionero. Dos ratas le hacían ya macabra compañia.
Un
terremoto había devastado, horas antes, la ciudad. Apenas
había supervivientes. El silencio desolador daba paso de vez
en cuando a una cascada de estrépitos, que sólo podían
anunciar nuevas formas del desastre.
De
entre los escombros, surge una niña de pelo encrespado que ha
conseguido salvar a su muñeca y perdido a su mamá. Se
acerca al herido y, al ver el dolor en su expresión, le
acaricia la cara. Ve sus labios resecos y le promete traerle agua.
Vuelve tras algunos minutos con una botella de plástico con
dos dedos de líquido. Le da de beber a sorbos.
Repara
en la esvástica en el antebrazo del hombre. Con la inocencia
diáfana, espontánea de la infancia, encantada por la
complicidad , le dice: -Yo también tengo un molinete, en la
baranda del balcón, pero las aspas son de colores-. El trata
de imaginárserlo y probablemente ésa es, antes de
morir, la última imagen que atraviesa su cerebro.
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