La moda de la Selva Negra

29.11.11


Tótem

El eplorador cayó extenuado en unos lodazales de la selva amazónica. El sol y la lluvia le trabajaron la piel hasta dejársela como cuero. Los bichos hicieron el resto.
Nadie le había girado el cuerpo, hasta que llegaron los kawahiwa. Encontraron los diecisiete euros, que tenía en el bolsillo trasero del pantalón. Las piezas, recien acuñadas, brillaban como estrellas.
Unas fotos tomadas desde un helicóptero meses más tarde, mostraban a unos indios, que, según el periódico, nunca habían tenido contacto con el hombre blanco. Adoraban unas monedas, depositadas encima de una presa aún palpitante. Acaso confundidas con pequeños soles.


En el compendio: Europa en cien palabras





Punto suspensivo                                                                   ...

-Ahora para relajarse, concéntrense en un punto- dijo el instructor.
R. se aburría, hasta que descubrió una motita minúscula, dorada, suspendida a pocos centímetros de su cara. La pintita abrió espacios, dando paso a entelequias: palacios, ninfas, frutas, joyas, bien al alcance. Voraz, se abalanzó sobre el espejismo. Creyó abrazar a una princesa. Pero su vecina de colchoneta le propinó una sonora bofetada.
El puntito se volvió a cerrar. Pensó en Euclides, aunque pronto comprendió que aquello no eran hipotenusas.
Destrozado por la zozobra, quiso retirar la terca partícula, a manotazos. Sin éxito. El pixel estaba claveteado en el aire.

10.11.11



Molino sin viento

Tenía heridas cortantes en la cabeza y el cuero lleno de magulladuras. Un trozo de muro, caido traicioneramente sobre sus piernas, le mantenía prisionero. Dos ratas le hacían ya macabra compañia.
Un terremoto había devastado, horas antes, la ciudad. Apenas había supervivientes. El silencio desolador daba paso de vez en cuando a una cascada de estrépitos, que sólo podían anunciar nuevas formas del desastre.
De entre los escombros, surge una niña de pelo encrespado que ha conseguido salvar a su muñeca y perdido a su mamá. Se acerca al herido y, al ver el dolor en su expresión, le acaricia la cara. Ve sus labios resecos y le promete traerle agua. Vuelve tras algunos minutos con una botella de plástico con dos dedos de líquido. Le da de beber a sorbos.
Repara en la esvástica en el antebrazo del hombre. Con la inocencia diáfana, espontánea de la infancia, encantada por la complicidad , le dice: -Yo también tengo un molinete, en la baranda del balcón, pero las aspas son de colores-. El trata de imaginárserlo y probablemente ésa es, antes de morir, la última imagen que atraviesa su cerebro.