La moda de la Selva Negra

6.1.19

Bici y PlayStation




El cinco de enero por la noche, cuando oí decir en voz baja a mi hermano mayor por teléfono que venían los camellos con el paquete me apresuré a preparar el avituallamiento. Saqué del fondo de la bolsa del pan los mendrugos olvidados y coloqué la sopera mellada de los abuelos llena de agua en el pasillo. Antes de acostarme, puse al lado de la comida mis zapatos nuevos, para dar buena impresión y que me obsequiaran con todo lo que había pedido. Me costaba conciliar el sueño y no paraba de pensar en la lista que había escrito y que a esas alturas debía estar en la saca de Baltasar, al que yo le dedicaba mi más absoluta devoción. Aun así, debí quedarme bastante roque poco después porque no llegó a mis oídos nada del jaleo en la madrugada que según me relataron se había armado en la habitación contigua. Me desperté por la mañana eufórico y me dirigí a la entrada para comprobar si se había tenido en cuenta mi petición. Enseguida percibí que algo inusual e incluso desagradable había pasado. Un chapoteo en la entrada me dejó las pantuflas empapadas. El recipiente que yo había dejado para calmar la sed de los rumiantes venidos de Oriente yacía con descalabros y vacío después de haberse desparramado el líquido que contenía. Los coscurros para los animales se habían hinchado y perdían las migas blandas por el suelo. Vi a mamá muy nerviosa. Papá con la cara roja, desencajado, parecía que iba a explotar por la vena de los disgustos que surgía en su frente siempre que se enfadaba con nosotros. Ni rastro de mi hermano en el apartamento. Entendí que era mejor no preguntar y esperé en la cocina a que alguien me hiciera el desayuno. Me quedó claro después de varios minutos que me tocaría a mí calentar la leche en el microondas y descongelar los bollitos. Mamá dijo que los regalos mejor guardarlos para mi cumpleaños y que ya iba siendo hora de contarme la verdad sobre lo de los Reyes Magos.

Texto presentado en el concurso de historias de Navidad convocado por Zenda.