Un día nos repartimos los dos trocitos
de la luna rota de un armario. En las tardes de canícula aburrida,
el sol se resbalaba en los añicos
y nos enviábamos, ella desde el alféizar y yo desde el camino, los
fogonazos de un amor primerizo, cándido. A ella no la dejaban salir
y a mí me gustaba aquel juego sin malicia.
En el otoño,
empezó la escuela. La esperé con ansiedad para compartir los
recreos, y hablar de lo nuestro. Pero su pupitre permaneció vacío.
Supe que enfermó. Deambulaba cada día, hasta llegar a su calle
apartada. A veces, después de largos minutos de angustia, se corrían
los visillos y un chispazo se posaba como una mariposa en mi cara.
Lloraba de alegría, al final me sacaba el pañuelo
y me secaba los lagrimones, para que los muchachos no se rieran de
mí.
Se presentó un invierno castigador. De
las clases volvíamos mis hermanos y yo con la noche en los tobillos.
Nos encerrábamos para no dejar entrar los cuchillos del frío. La
primavera más tarde puso las cartas sobre la mesa. Me planté debajo
de su ventana, aguardando unos destellos que nunca llegaron. Tampoco
la volví a ver.
Propuesta para Esta Noche te Cuento para el mes de junio