La moda de la Selva Negra

20.12.11


Sin barreras

La mañana fresca y arropada en niebla no dejaba entrever, que el día en la colina sería diáfano, aunque quizá Dióscorides ya no lo vería.
Se vistió con premura pues consideraba que era tarde. Aún así no descuidó los detalles importantes, de los que cada día de su vida se había acordado. La gorra, de tela azul marino con visera negra y la insignia de trabajador de la empresa de ferrocarriles, que llevaba con el orgullo del que cree que un uniforme es una gran responsabilidad. Era el día más triste de su vida, excluyendo quizá el día de la muerte de su madre. Había puesto el reloj en hora. Le habían regalado despertadores de todos los estilos pero siempre volvía al viejo reloj de cuerda de su padre. Por fidelidad, y por desconfianza a los artilugios modernos. 
Se encaminó cabizbajo a su puesto de trabajo.
Era la última vez que funcionaba aquella línea. El único tren pasaba a las diez treinta y cinco. Aún quedaba media hora pero ya no aguantaba más en la caseta. Salió a respirar el aire frío y a fumar un cigarrillo. Recorrió con los ojos los encuadres del paisaje, que había visto durante cuarenta años, cada vez que salía para dar paso a los trenes. Antes, cuando las minas aún estaban abiertas, vio a muchos, con la cara tiznada y a sus mujeres que les traían la ropa limpia. Desde hacía tiempo sólo pasaba un tren, a las diez treinta y cinco, y siempre estaba vacío. Elegante, derecho como una vela se postó y esperó. Pero el tren no pasaría. Recibió una llamada de la estación principal. Había habido una avería. Sacó la maleta con sus últimos enseres y cerró la puerta con llave. Se fue andando. En el pueblo le esperaba su hija con el coche.

13.12.11


Canto rodado

Tocado por la vejez y la desidia, dejó que la piedra rodase cuesta abajo, ya sin oponerse. La roca siguió un curso, al principio previsible, pero después cobró autonomía. Se enredó en unos cables abandonados. Se embadurnó de lodo. Con la fuerza contenida de los años, arrancó a su paso, de cuajo, postes de luz, mansiones, barracas, coches, casas de crédito. A cada metro aumentaba de tamaño y su capacidad de destrucción era temible. Giró durante días, meses, sin parar. A las puertas del oceáno claudicó y cayó al agua.
Sísifo reflexionó satisfecho: -El mundo necesitaba un cambio.

9.12.11


Buena esperanza

Penélope, abandonó la tarea. Ya no recordaba cuántas veces habría tejido y destejido, a la espera del valiente Odiseo.
Un día de primavera decidió salir a la calle. Pájaros, flores, y brisa se aliaron para confundir los deseos de la fiel esposa.
Llevada por la sensualidad, caminó hacia el río. El chapoteo provocador de unos jóvenes musculosos, le hizo perder la cabeza.
Odiseo volvió de Troya meses después. Descubrió el embarazo de su mujer. Ella, sonrojada, le dijo, que era el hijo gestado antes de su partida, hacía veinte años y que había esperado su retorno, para que le viera nacer.

Relato del mes de Noviembre en Euro-pa-labra

5.12.11


Instinto maternal

Una mujer de unos cuarenta años, entrada en canas, se acerca a la sala de los neonatos. Una mirada tierna, de madre recien estrenada, atraviesa el cristal. Busca con los ojos bailarines al bebé. Parece encontrarlo y entonces sí, despliega una sonrisa bobalicona y aplasta aún más la nariz contra el vidrio.
En un descuido de las enfermeras, se adentra en el cuarto para coger en sus brazos a una de las criaturas. Pocos minutos después, detenida por el personal de seguridad, Yerma es expulsada, por enésima vez, del hospital.


3.12.11


Jon

Su abuelo se enternecía al verle intentar alcanzar los pájaros. Al principio le quiso explicar que eran muy rápidos y que no podría cogerlos, pero al final él mismo se animaba a perseguirles.
Vivían sólos en un caserón, rodeados de campo, sin vecinos.
Por las tardes, después de la siesta, Jon se ponía las botas de agua, también en verano, y le tiraba de la chaqueta apresurándole para salir. Había que ir, como cada día, a la charca de los mimbreros. El sonido penetrante de las ranas le hipnotizaba. Después buscaba huevos de perdiz, guijarros en el arroyo y se dejaba fascinar por el aleteo de las mariposas.
Había dejado de ir a la escuela. Jon aprendía las letras, los colores, las cifras, con el abuelo. La maestra, casi con lágrimas en los ojos le había dicho que no sabía que hacer con él.
Un día el abuelo no se levantó a la hora de siempre. Jon fue a la cocina y preparó las tazas para el desayuno. Quiso cortar pan, con el cuchillo afilado que no le estaba permitido coger. Y se cortó. Iba chupando la sangre, que salía sin pausa, en busca del abuelo.
Al llegar a la cama, se puso al lado del cabezal. Le miró esperando que le sonriera, como hacía siempre, que le alborotase el pelo y le dijera «que grande te has hecho», que se levantase y arreglara la casa e hiciese la comida. Pero el hombre no se movió.
Le agarró la mano rugosa, fría, sin vida y la acercó a la propia mejilla, acariciándola sin dejar de repetir: Jon guapo, Jon guapo.

Me encantó participar en el concurso Creciendo Juntos del Ayto. De Piélagos en Cantabria.