La moda de la Selva Negra

31.7.17

La puerta trasera

Entró en el mar por un acantilado de barlovento. Bajó despacio por los escalones esculpidos a fuerza de caprichos del agua. Persiguió durante algunos instantes la luz cenital a menudo atrapada en un revoltijo de algas y que luchaba por liberarse. En el descenso apreciaba con gratitud el vaivén sedoso de los bancos de doradas, el cosquilleo gaseoso de unas medusas desmelenadas. Saboreaba en su periplo acuático el efecto borrachera del oxígeno de botella mientras llegaba a rincones en penumbra en los que se refugiaban cientos de habitantes. Algunos de ellos residentes fijos, otros de carácter fugaz y tarambana surcaban aquellas ondas por primera vez. Se deslizaba como un escualo, en silencio, con la rapidez sinuosa de una morena. Contemplaba con sorpresa los saltos innecesarios de los hipocampos y admiraba el paisaje marino que le recordaba a la pecera que tuvo en su niñez antes de que se cayera y estallara en añicos el día que su padre le dio aquella bofetada por llegar tarde. Seguía ganando terreno en su singladura hacia las profundidades. Barracudas, meros, cazones acompañaban de incógnito. Alguien tiraba de la cuerda desde arriba de manera insistente, desesperada; pero se dijo que solo era el guía. Si hubiera sido su marido quizá se lo habría pensado. Empezó a escasear el aire y supo entonces que había llegado la hora. Se quitó los arreos de buceo e hizo unas cabriolas pantanosas, de saltimbanqui en su espectáculo final, convencida en aquella tesitura de que estaba en el lugar correcto y que todo ocurría en el momento adecuado.

#UnMarDeHistorias
Texto para el concurso de Zenda e Iberdrola "Un Mar de Historias"

La mar de bien





La sacaron a la fuerza. Se agarraba de las cañas que hacían de paredes en la barraca. El entramado se vino abajo en segundos. Aún vio las llamas, masticadoras voraces de sus pocas pertenencias. De madrugada bajaron desde Los Llanos hasta Santa Cruz a fuerza de baquetazos y saltos inopinados de la maltrecha tartana. Por el camino mientras conducía, su hija la consolaba e intentaba convencerla de que abajo, la brisa marítima le sentaría bien. Quería gritarle que ya era hora que viera el océano de cerca, que se metiera en el agua aunque solo fuera en la orilla; pero callaba por no hacerla rabiar aún más. Una vez llegaron a la costa, en el piso, se encerró en la habitación y había que llevarle la comida porque se negaba a salir al comedor. Pasaron así varias semanas. Poco a poco se aventuraba a ver el resto del apartamento, sobre todo cuando no había nadie en casa. Un día abrió la ventana del desván. La violencia reconfortante del azul se encabritó en su mirada, las gaviotas chillaron en sus oídos en todos los idiomas, el sol abofeteaba su piel. Nunca antes había visto las olas de cerca. Abrió puertas e hizo corriente, salió al jardín, quitó el pestillo de la cancela y bebió el aire; se llegó después hasta la arena negra de la playa. Hundió los pies en la tierra caliente y buscó más tarde un lugar a la sombra. Allí descubrió una mata de espadañas y un corro de varas de bambú. Se le pasó por la cabeza lo de una choza. Trenzó y espetó durante horas. Apretaba los dientes, juró y perjuró que de allí nadie se la volvería a llevar.

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Texto para el concurso de Zenda e Iberdrola "Un mar de historias"