Entró en el mar por un acantilado de barlovento. Bajó despacio por los escalones esculpidos a fuerza de caprichos del agua. Persiguió durante algunos instantes la luz cenital a menudo atrapada en un revoltijo de algas y que luchaba por liberarse. En el descenso apreciaba con gratitud el vaivén sedoso de los bancos de doradas, el cosquilleo gaseoso de unas medusas desmelenadas. Saboreaba en su periplo acuático el efecto borrachera del oxígeno de botella mientras llegaba a rincones en penumbra en los que se refugiaban cientos de habitantes. Algunos de ellos residentes fijos, otros de carácter fugaz y tarambana surcaban aquellas ondas por primera vez. Se deslizaba como un escualo, en silencio, con la rapidez sinuosa de una morena. Contemplaba con sorpresa los saltos innecesarios de los hipocampos y admiraba el paisaje marino que le recordaba a la pecera que tuvo en su niñez antes de que se cayera y estallara en añicos el día que su padre le dio aquella bofetada por llegar tarde. Seguía ganando terreno en su singladura hacia las profundidades. Barracudas, meros, cazones acompañaban de incógnito. Alguien tiraba de la cuerda desde arriba de manera insistente, desesperada; pero se dijo que solo era el guía. Si hubiera sido su marido quizá se lo habría pensado. Empezó a escasear el aire y supo entonces que había llegado la hora. Se quitó los arreos de buceo e hizo unas cabriolas pantanosas, de saltimbanqui en su espectáculo final, convencida en aquella tesitura de que estaba en el lugar correcto y que todo ocurría en el momento adecuado.
#UnMarDeHistorias
Texto para el concurso de Zenda e Iberdrola "Un Mar de Historias"
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