La tormenta les azuza. El fulgor torcido de un relámpago ilumina un edificio vetusto y una esbelta torre que alberga una campana. Aliviados, se apuran a traspasar el umbral del santuario. Él calma raudo la sed del bebé lloroso con el agua bendita. Ella, exánime, se estira en un banco de madera. La luz es avara, la oscuridad otea tras las columnas. Hay quietud. Solo el aleteo atolondrado de una paloma, que ha anidado en la recóndita bóveda de la basílica, rompe la paz del templo. Sin embargo, rayos y centellas preceden al estruendo y dan a luz en la nave central. La mujer observa los vitrales. Cada fogonazo alumbra un nuevo pasaje: Las imágenes del nacimiento, el regocijo de los pastores. Descubre después el martirio, la cruz con sus clavos, la lanza afilada, la corona de espinas y la esponja empapada en vinagre. Advierte cómo una gota se precipita desde las alturas. Una mezcla de hiel y sangre se posa en su carrillo derecho. Preso del terror, su corazón deja de latir. El marido humilde acata el designio divino, la acaricia y retira afectuoso el excremento de torcaz caído desde lo alto y que, arbitrario en la elección de un destino, ha alcanzado la mejilla de su mujer.
Texto ganador en la convocatoria del mes de Mayo en el concurso de Lamicrobiblioteca. Ni que decir tiene que me llena de placer...
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