El pabellón añil
alberga a los invitados. Decenas de lacayos escrutan ademanes y
mohines en busca de sus deseos agazapados. Doblegados, sin voluntad
propia, colman los caprichos de la exquisita grey. Así, el sirviente
del cíclope recolecta sin pausa las lágrimas de cristal que
desprende el ojo del gigante. Una ondina humedece a intervalos, con
agua salina, las escamas del tritón de dos colas, rescatado de una
almadraba en el mar de los Sargazos. El amolador de navajas afila el
asta despuntada del último unicornio conocido. Los siervos afanosos
detienen por unos momentos su labor de filigranas. Dejan paso a la
concertista, que se adentra vestida de nácar en la bóveda de los
instrumentos de cuerda. Detrás, sosteniendo la larga cauda del
vestido de coral de arrecife, camina una esclava que la escolta hasta
la silla ambarina. Una vez sentada, la doncella, con movimientos
rápidos pero certeros le hará la manicura, con urgencia, de una uña
malograda. La clepsidra indica entonces el instante esperado. La
pianista, frente al clavicordio, posará sus palmas hexadáctiles en
el teclado y ofrecerá con brillantez prodigiosa, el Concierto
malabar para tres manos y un meñique.
Mi propuesta para el concurso de ENTC del mes de junio. El tema es Monstruos.
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