Sin
barreras
La
mañana fresca y
arropada en niebla no dejaba entrever, que el día en la colina
sería diáfano, aunque quizá Dióscorides
ya no lo vería.
Se
vistió con premura pues consideraba que era tarde. Aún
así no descuidó los detalles importantes, de los que
cada día de su vida se había acordado. La gorra, de
tela azul marino con visera negra y la insignia de trabajador de la
empresa de ferrocarriles, que llevaba con el orgullo del que cree que
un uniforme es una gran responsabilidad. Era el día más
triste de su vida, excluyendo quizá el día de la muerte
de su madre. Había puesto el reloj en hora. Le habían
regalado despertadores de todos los estilos pero siempre volvía
al viejo reloj de cuerda de su padre. Por fidelidad, y por
desconfianza a los artilugios modernos.
Se encaminó cabizbajo a su puesto de trabajo.
Era la última vez que funcionaba aquella línea. El único tren pasaba a las diez treinta y cinco. Aún quedaba media hora pero ya no aguantaba más en la caseta. Salió a respirar el aire frío y a fumar un cigarrillo. Recorrió con los ojos los encuadres del paisaje, que había visto durante cuarenta años, cada vez que salía para dar paso a los trenes. Antes, cuando las minas aún estaban abiertas, vio a muchos, con la cara tiznada y a sus mujeres que les traían la ropa limpia. Desde hacía tiempo sólo pasaba un tren, a las diez treinta y cinco, y siempre estaba vacío. Elegante, derecho como una vela se postó y esperó. Pero el tren no pasaría. Recibió una llamada de la estación principal. Había habido una avería. Sacó la maleta con sus últimos enseres y cerró la puerta con llave. Se fue andando. En el pueblo le esperaba su hija con el coche.
Se encaminó cabizbajo a su puesto de trabajo.
Era la última vez que funcionaba aquella línea. El único tren pasaba a las diez treinta y cinco. Aún quedaba media hora pero ya no aguantaba más en la caseta. Salió a respirar el aire frío y a fumar un cigarrillo. Recorrió con los ojos los encuadres del paisaje, que había visto durante cuarenta años, cada vez que salía para dar paso a los trenes. Antes, cuando las minas aún estaban abiertas, vio a muchos, con la cara tiznada y a sus mujeres que les traían la ropa limpia. Desde hacía tiempo sólo pasaba un tren, a las diez treinta y cinco, y siempre estaba vacío. Elegante, derecho como una vela se postó y esperó. Pero el tren no pasaría. Recibió una llamada de la estación principal. Había habido una avería. Sacó la maleta con sus últimos enseres y cerró la puerta con llave. Se fue andando. En el pueblo le esperaba su hija con el coche.