Aguada
Al principio cayeron
unas pintitas. Sin dilación, empezaron a caer unos goterones
que golpeaban con ahínco las plantas, ya de por sí
debilitadas por la falta de humedad. Sacamos a la puerta cubos,
ollas, aguamaniles, cualquier cacharro para recoger lo que cayera y
ahuyentar la sequía. Se llenaron rápidamente. Tantas
semanas áridas nos habían agriado el carácter.
Pero aquella noche nos fuimos a dormir con la tranquilidad del
complacido.
La mañana
siguiente me pareció gris, a juzgar por la luz meliflua detrás
de los visillos de la ventana del cuarto. Aún con las legañas
en los ojos me acerqué al cristal. No me resultó
extraño ver a las vacas retozando panza arriba en una laguna,
que lo había anegado todo, los niños subidos en unas
piraguas improvisadas, chapoteando con los rastrillos a modo de remo
y zarandeando el badajo de la campana de la iglesia, que había
quedado a ras de la superficie de las aguas, y a los labradores
subidos a caballo a los tejados de las casas, arreglando las cestas
de mimbre y las labriegas sentadas en los agujeros de las chimeneas
enristrando los ajos. Como si nunca hubieran hecho otra cosa.
Encharcados en una insólita felicidad.