El cinco de enero por la noche, cuando
oí decir en voz baja a mi hermano mayor por teléfono que venían
los camellos con el paquete me apresuré a preparar el
avituallamiento. Saqué del fondo de la bolsa del pan los mendrugos
olvidados y coloqué la sopera mellada de los abuelos llena de agua
en el pasillo. Antes de acostarme, puse al lado de la comida mis
zapatos nuevos, para dar buena impresión y que me obsequiaran con
todo lo que había pedido. Me costaba conciliar el sueño y no paraba
de pensar en la lista que había escrito y que a esas alturas debía
estar en la saca de Baltasar, al que yo le dedicaba mi más absoluta
devoción. Aun así, debí quedarme bastante roque poco después
porque no llegó a mis oídos nada del jaleo en la madrugada que
según me relataron se había armado en la habitación contigua. Me
desperté por la mañana eufórico y me dirigí a la entrada para
comprobar si se había tenido en cuenta mi petición. Enseguida
percibí que algo inusual e incluso desagradable había pasado. Un
chapoteo en la entrada me dejó las pantuflas empapadas. El
recipiente que yo había dejado para calmar la sed de los rumiantes
venidos de Oriente yacía con descalabros y vacío después de
haberse desparramado el líquido que contenía. Los coscurros para
los animales se habían hinchado y perdían las migas blandas por el
suelo. Vi a mamá muy nerviosa. Papá con la cara roja, desencajado,
parecía que iba a explotar por la vena de los disgustos que surgía
en su frente siempre que se enfadaba con nosotros. Ni rastro de mi
hermano en el apartamento. Entendí que era mejor no preguntar y
esperé en la cocina a que alguien me hiciera el desayuno. Me quedó
claro después de varios minutos que me tocaría a mí calentar la
leche en el microondas y descongelar los bollitos. Mamá dijo que los
regalos mejor guardarlos para mi cumpleaños y que ya iba siendo hora
de contarme la verdad sobre lo de los Reyes Magos.
Texto presentado en el concurso de historias de Navidad convocado por Zenda.