ÉCHALE GUINDAS
Trajimos a Charlie a casa aún diminuto, sobre finales de noviembre. Alvarito quiso desde el principio tenerlo en su cuarto. A falta de amigos jugaba con él por las tardes después de la escuela. Adquirimos ilusionados un manual de alimentación y consejos; encargamos la comida apropiada, cambiamos la cómoda de sitio e improvisamos un lecho de paja mullida.Durante las primeras dos semanas entrábamos con la ilusión de acariciarlo y verlo engordar, pero la rutina de los días nos arrastró pronto a buscar otros entretenimientos. Llegó diciembre y las primeras nieves. Las calles iluminadas, exultantes de decoración y llenas de gente recordaban a cada paso la cercanía inminente de la Navidad. Hicimos largas colas en los grandes almacenes para completar los regalos y poco antes de nochebuena fuimos a buscar los ingredientes para el relleno y la salsa, los turrones y el cava. Esa noche se decidió que papá sería, llegado el momento, el matarife.De madrugada, envueltos aún en la niebla del sueño percibimos desde la cama por vez primera aquel glugluteo que nos perseguiría durante tanto tiempo. Nos precipitamos al pasillo y abrimos la puerta. Ni rastro de Álvaro. En cambio, un ser descomunal con moco escarlata y alas gigantescas ocupaba el centro de la habitación. Los muslos parecían columnas trajanas y el penacho tupido de plumas cubría unas pechugas gigantes. La cabeza tocaba el techo y el animal contorsionaba el cuello continuamente para no golpearse contra la lámpara. Atónitos y amedrentados reculamos, nos confinamos en la cocina. Las paredes del corredor retumbaban a cada paso que daba Charlie. Hicimos una barricada con la mesa para evitar que entrara. Escuchamos durante mucho rato con el aliento contenido, pero al otro lado nada se oía. Agotados nos quedamos dormidos con el alba. La mañana fue inquietante. Volvieron los gluglús. La bestia se movía por todos sitios, a veces encendía la televisión y unos gorgoritos entrecortados nos aseguraban que se divertía con las tonterías de los concursos de preguntas. Teníamos reservas en la despensa para aguantar algunas semanas. Recordé que el bicho disponía también de provisiones. Dos sacos de cereal que Álvaro, (por cierto no hemos tenido más noticias suyas) perseverante ponía en un recipiente para que Charlie creciera sano y rápido. Pasamos las fiestas encerrados a la espera de algún acontecimiento liberador. Sin embargo, cada vez nos costaba más creer que pudiésemos salir de aquella situación. El día de Reyes amanecimos en silencio. Acercamos la oreja a la puerta, pero los ruidos habían desaparecido. Nos atrevimos a echar una ojeada. Un olor dulzón flotaba en el ambiente, un reguero de granos de maíz nos llevó hasta el cuarto de baño. Atravesado en la bañera con tres mazorcas en la boca a modo de cigarro puro yacía el pavo, reventado por todas sus costuras, con un buche tenso, atiborrado, sin vida. Nos perdimos en un abrazo infinito y supimos desde ese día que investigaríamos a fondo las ventajas del vegetarianismo. Seguimos con la esperanza de volver a ver a Álvaro, que en paz descanse.
Zenda Una Navidad diferente